Día 1 en el mundo sin Bowie



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“Debes estar hecho de una pasta diferente para dedicar tu último aliento a terminar completamente tu obra, esa que disfrutarán los demás cuando ya te hayas ido. Este regalo de despedida, si no hubiera ya suficientes argumentos, le coloca para siempre como la más brillante estrella de la constelación pop. Bendito sea”

 

 

La salida de “Blackstar” sorprendió a Óscar García Blesa en Nueva York, donde recorrió el barrio por el que solía pasear el Duque Blanco. Una coincidencia geográfica, entre otras muchas, en los últimos días de vida de David Bowie.

 

 

Texto: ÓSCAR GARCÍA BLESA.

 

 

No puede ser casualidad que “Hunky Dory” se publicara el mismo año de mi nacimiento. No es casualidad que de entre todos los discos que he escuchado a lo largo de mi vida sea ese precisamente mi álbum favorito. Y de ninguna manera es una coincidencia que David Bowie sea mi artista preferido desde que era pequeño. Bowie lleva acompañándome toda la vida y desde ayer ya no está. Día 1 en un mundo sin Bowie.

El fallecimiento de David Bowie (me encantaría tener una palabra tan hermosa como “passed”, que utilizan los ingleses para nombrar a la muerte) ha provocado un sentimiento universal de tristeza sin precedentes. Tal vez la inesperada salida de Michael Jackson o el recuerdo del asesinato de Lennon pueden despertar sentimientos parecidos, aunque creo que en un plano diferente, pero por primera vez la pérdida de un artista inalcanzable y lejano duele como la de alguien que te toca de cerca. Sí, resulta extraño, pero David Bowie era como de la familia, ese tío lejano que hace cosas molonas, que viaja por el mundo y que todos los sobrinos toman como referencia.

David Bowie es la mayor estrella del rock que jamás haya pisado la tierra, el más inclasificable de los creadores pop y por ello no resulta extraño que se preguntara por la vida en Marte y pusiera la vista en otros planetas. Como bien decía Blondie ayer, ¿quién puede no querer a Bowie? Daba igual a qué David decidieras amar: al modoso teenager, al astuto mod, al sensible songwriter, a la salvaje estrella glam, al fantasma berlinés, al dandi dance, al alienígena electrónico, al elegante crooner. Todos eran amables (de amar) por igual, nadie ha sido capaz de aglutinar tantos “yo” queribles en una sola persona como el Duque Blanco.

Señales. Esta misma semana estuve en Nueva York, y reconozco que mi mitomanía me llevó un día hasta el barrio de Nolita para buscar los pasos de Bowie durante su prescriptivo paseo matutino. No le encontré, pero sé que él andaba por allí. El viernes, día del estreno de su majestuoso “Blackstar”, me acerqué hasta la tienda de Rough Trade en Williamsburg donde celebraban una fiesta de lanzamiento del álbum con magdalenas, chocolate y cafés, junto al río y con Manhattan al otro lado. Todo muy chic, insultantemente elegante, un estilo deliberadamente Bowie.

Más señales. El sábado, en el viaje de regreso, me despaché de un tirón la película “The martian”, fabulosa epopeya espacial donde su momento más emocionante se hace acompañar de ‘Starman’, momento en el que involuntariamente (¿cuándo no lo son?) derramé más de una lagrima (llorar en público es siempre embarazoso, aunque con ‘Starman’ la emoción siempre está justificada, incluso apretujado en un asiento de avión ante la atónita mirada de la azafata).

Señales, señales, señales. La misma noche del domingo, con un jet lag de aúpa, buceé despacio por “Blackstar”. Y después por “Hunky Dory”, y este me llevó hasta “Station to station”, y Bowie me acompañó hasta la cama con una nana. Y ayer por la mañana, de no haberme despertado, todo seguiría igual, con David Bowie paseando por Nolita como un personaje anónimo más. Pero, ahora sí, ya debía andar por Marte o alrededores.

De entre todas las lecturas que nos deja la escucha de “Blacsktar” me quedo con la palabra generosidad. Debes estar hecho de una pasta diferente para dedicar tu último aliento a terminar completamente tu obra, esa que disfrutarán los demás cuando ya te hayas ido. Este regalo de despedida, si no hubiera ya suficientes argumentos, le coloca para siempre como la más brillante estrella de la constelación pop. Bendito sea.

Conocí a Bowie en 1997 durante su actuación en la sala Aqualung de Madrid. Estaba previsto que ese concierto se celebrase en Las Ventas, y, frótense los ojos, apenas vendió 3.000 entradas. La recolocación del evento en un espacio menor fue en realidad una suerte. Pude admirar a mi héroe a pocos metros y luego trasteando por los camerinos junto a los componentes del grupo Placebo y rodeado de unos tipos altísimos miembros de su equipo de seguridad tuve la oportunidad de saludarle, tímidamente, tan solo un instante, el tiempo justo para darle las gracias.

Desde entonces no he dejado de agradecerle todos y cada uno de los momentos que me ha regalado su música esbozando sonrisas de verdadera felicidad, llorando de emoción, saltando de alegría o sencillamente poniéndome la carne de gallina ¡deseando ser un delfín! Hoy también leía que si su pérdida nos produce tristeza, pensemos que el mundo es mundo desde hace 4.540.000 millones de años y, de alguna manera, nos las hemos arreglado para vivir al mismo tiempo que Bowie. Somos unos afortunados. Mi querido David Bowie, gracias por todo y buen viaje.

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